En esta épca en que todos los fanáticos sacamos las cuentas para ver si mantenemos la categoría o entramos en las copas, nada mejor que recordar el relato de Peter Mothe de aquel épico golazo...

EL 5 DE JUNIO DEL 2016, el Club Atlético Talleres de Córdoba jugaba contra All Boys en el barrio porteño de Floresta. Para el equipo cordobés, el partido era trascendental: definía su posible regreso a primera división luego de doce años deambulando por las categorías menores del futbol argentino.

Los matemáticos del futbol ya habían dirimido que los siguientes resultados le darían el ascenso a Talleres: (i) que ganara su partido contra All Boys; (ii) que empatara contra All Boys y que Chacarita Juniors – su escolta – perdiera o empatara, o (iii) que tanto Talleres como Chacarita perdieran. Pero en San Martin, Chacarita le ganaba a Independiente de Rivadavia de Mendoza por 4 a 0, y entonces la única opción que le quedaba a Talleres para salir campeón y sellar el ascenso era ganar.

Con la victoria, el Matador pondría fin a doce años de infierno— doce años plagados de descensos, de quiebras y de dirigencias nefastas; doce años de partidos contra clubes ignotos como Desamparados de San Juan o Sol de América de Formosa o Guillermo Brown de Puerto Madryn; doce años de jugadores mediocres y de mercenarios, de fracasos estrepitosos, y de promesas sin cumplir. Todo eso se acabaría con una victoria, y en todo eso pensaban los hinchas y jugadores albiazules, cuando el arbitro Sergio Pezzotta daba la orden de que comience al partido.

En la otra punta del continente, más precisamente en la ciudad canadiense de Vancouver, yo estaba trabajando. De mas está decir que no lo hacía por decisión propia: lo hacía porque ser pobre en un país que no es el tuyo significa trabajar los domingos por sueldo mínimo, aunque sea verano y afuera haya sol y en Argentina Talleres esté jugando el partido más importante de la década. Por eso, mientras en Floresta Pezzotta le sacaba la segunda amarilla a Rodrigo Burgos y dejaba a Talleres con un jugador menos, en Vancouver, yo le ajustaba el micrófono a un conferencista cincuentón, ignorando por completo que las chances del ascenso tallarín disminuían drásticamente.

Lo que sí me enteré una vez que el conferencista había empezado a hablar y yo pude por fin revisar mi teléfono, es que el primer tiempo había terminado 0 a 0. La noticia me llegó gracias a un mensaje de Whatsapp de mi mamá, quien hace años sigue la campaña de Talleres con el solo fin de mantenerse informada sobre la salud mental de sus dos hijos. Por eso, y porque mi mamá debió haber intuido que el resultado de Chacarita nos dejaría a mi hermano y a mi al borde de un ataque de nervios, el mensaje que traía la noticia del empate transitorio vino acompañado por dos emoji: uno de una carita feliz y otro de un corazón. En cualquier otra situación, el mensaje de aliento de mi madre me hubiera calmado, pero a esa altura de la tarde, no había emoji que me bajara la tensión. En mi cabeza, una idea nefasta empezaba a tomar importancia.

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Esa idea – de que a Talleres se le escapara otra vez el ascenso – me dejó al borde de un ataque de nervios, y mientras trabajaba, ansioso por saber como seguía el partido pero imposibilitado de mirar mi celular, maldije una y otra vez la decisión de haberlo dejado todo para venirme a Canadá a probar suerte como periodista.

Esos cuarenta minutos de desconcierto los viví en un estado de nerviosismo casi paralizante. Mis nervios eran tales que, cuando por fin pude mirar mi celular y vi un un mensaje Whatsapp de mi hermano desde Brasil, casi se me para el corazón. Imaginé lo peor, y lo peor llegó: el mensaje me alertaba que a los 82 minutos de partido, el colorado Lesman, quien también es conocido como el Wayne Rooney del Nacional B, capturaba un rebote del arquero de Talleres para poner a All Boys en ventaja.

Bajé el celular y decidí, en ese preciso instante, que tenía que irme del trabajo. Faltaba poco para que termine la conferencia y yo tenía una excusa que me venía al pelo para marcharme:

–Me voy a la oficina para empezar a subir las fotos a las redes—le mentí a mi jefe, que no tuvo tiempo de responder. Agarré mi mochila desesperado y salí corriendo hasta la oficina, que quedaba a media cuadra del salón donde transcurría la conferencia. Allí vería el final del partido en una computadora prestada, usando el servicio de streaming de YouTube.

Mientras la computadora se prendía, en Floresta, la reacción de Talleres no tardaba en llegar: minutos después del gol de Lesman, el Bebelo Reynoso corría en diagonal desde la punta izquierda del área grande de All Boys, gambeteando a un defensor mientras se abría paso hacia la historia; metiendo un pase exquisito para Gonzalo Klusener, que se adelantaba a toda la defensa para definir por abajo del arquero de All Boys, decretando así el 1-1 al minuto 85 de partido. Obviamente, yo no vi el gol, pero en ese momento mi celular sonaba nuevamente, otra vez con un mensaje de mi hermano desde Brasil, que esta vez decía “vamos kluseeee”, seguido inmediatamente por otro que decía “1-1”.

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Cuando vi el mensaje, cerré el puño y casi me largo a llorar. Grité “vamos, carajo” en soledad, y en el celular escribí “goooooool” con esa exacta cantidad de Os y puse enviar. A los pocos segundos, desde Buenos Aires, mi mamá contestó. “Vamos Talleres!” decía su mensaje, y supongo que ella festejaba más nuestra felicidad que el gol de Klusener.

Cuando por fin pude agarrar la transmisión del partido por YouTube, el cronómetro marcaba que ya se habían cumplido 48 minutos de la segunda parte. Las cosas seguían uno a uno, y el árbitro había dado 4 minutos de descuento. Quedaban entonces, solo 50 segundos por jugarse, cuando el Cholo Guiñazú ganaba la pelota tirándose al piso en el medio campo y se la daba a Ivo Chaves, que tocaba para el Sapito Encina, que gambetaba a dos jugadores, y hacía que yo me pare de mi silla en Vancouver cuando faltaban 43 segundos, para ver de pie como Encina le metía un pase entrecortado a Klusener, que giraba y remataba, y que me hacía gritar “uhhh” en voz alta cuando faltaban 38 segundos y la pelota rebotaba en el defensor y se perdía por la línea del lateral. Por suerte, y como la conexión de Internet se mantenía firme, vi también como Chaves se acercaba lentamente para hacer el saque de manos, esperando a que todo el equipo suba, y para que en el cronómetro solo quedaran 6 segundos cuando el centro con las manos finalmente caía sobre el area. Quedaban 4 segundos cuando Klusener recibía de espaldas al arco con un control que parecía que se le iba a ir largo, pero con 3 segundos por jugarse, pude ver como el viejo goleador se tiraba al piso, y lograba puntear la pelota en el último segundo, para que de afuera del área llegara el gran capitán, el de las mil y un batallas, el interminable Cholo Guiñazú, que a sus 37 años había llegado a Talleres para sacarlo campeón y con el tiempo ya cumplido entró en pantalla como una tromba, controló la pelota, y remató violentamente de zurda.

—No le pego al arco ni en los entrenamientos—diría el Cholo entre lágrimas horas más tarde—. Y en esta le pegué y entró al ángulo.

En el momento en que en Floresta el zurdazo de Guiñazú se incrustaba en el ángulo superior derecho del arquero de All Boys, en Vancouver yo gritaba desaforadamente por los pasillos de una oficina vacía. Ese grito de gol contenido, que se extendía por cada lugar del mundo en donde vivía algún hincha de Talleres, encerraba 12 años de frustraciones y de decepciones, de tristezas, de dolor, y de soledad, y por eso, y por tantas otras cosas que son imposibles de explicar, ese grito de gol me estremeció el alma e hizo que algo adentro mío se soltara.

En Floresta, Guiñazú se desplomó en el piso con ese mismo grito, y sobre él se armó una gigantesca pirámide humana. En Vancouver, yo miraba esa gran montaña de piernas y brazos y se me llenaron los ojos de lágrimas. Eran lágrimas incontrolables, que brotaban de lo mas profundo de mi ser, y que se multiplicaban cuando Pezzotta por fin decretaba el final del partido, y en Floresta los jugadores de Talleres se abrazaban eufóricos en el campo de juego.

Entonces desde Buenos Aires mi mamá mandó un mensaje que decía “Talleres campeón!”, y desde Rio mi hermano escribió “Grande la T!” y yo, desde Vancouver, solo atiné a escribir “Somos campeones!!!” Entonces, mientras el grito de gol seguía rebotando por los pasillos vacíos de una oficina en Canadá, me di cuenta que era lo que se había soltado adentro mío, y me pregunté desde la soledad del destierro, que mierda hacía tan lejos de casa, cuando Talleres y los míos eran de primera.



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