Yo, robot
  • Jan, 15/2020


No soy de aquí, ni soy de allá... soy?

El otro día caminaba por Cerrito y me encontré a Ale Guardia mientras ambos esperábamos la luz verde para cruzar Diagonal Norte. El día anterior había llegado de Canadá. Mi viejo me había dado algunos billetes amarillos con figura de animal para tener algo en el bolsillo para moverme hasta que cambie unos dólares. La última vez que estuve en Argentina fue a fines de 2017 y me parecía una barbaridad de dinero. Acostumbrado a mi país sabía que era uno de esos cambios que daban cuenta de que todo seguía igual. Siguiendo mi mirada hacia la tarjeta SUBE que estaba arriba de la mesa, automáticamente me la ofreció y empezó a relatar las virtudes de viajar en colectivo. Le agradecí con una verdad a medias pues si bien me encanta caminar, la razón escondida era que ahora necesitaba salir a asimilar. La generosidad de mi viejo seguía ahí enorme, intacta, apabullante para quienes venimos de otra latitud, pero lamentablemente me dolía imaginar al gigante de otrora sufrir los empujones en un colectivo. Salí como si estuviera apurado y creo que ambos nos quedamos unos segundos de cada lado de la puerta queriéndonos dar un abrazo más.

Alejandro había trabajado en mi estudio un tiempo haciendo experiencia en la profesión libre en un espacio en su carrera judicial cuando yo vivía en Buenos Aires. “Hola Ale, cómo va? Estás igualito.” “Todo bien, como locos sacando cheques antes de la feria” Cambia la luz “Bueno, gusto de verte…nos vemos” Regresando me paré a tomar un café en Santa Fé y Libertad. Mi mesa de antaño, el mismo mozo: “Cómo anda jefe? Hacía mucho que no lo veía por aquí, lo de siempre? “Ja, ja, buena memoria, si a eso vine, es que anduve por Mendoza y Canadá…”. Dos personas que quizás nunca más vuelva a ver…. como a cualquier otra. Disfruté el café con mis pensamientos.

A la una menos cuarto me junté a almorzar con Gus, Fede y Matilde. Los 3 estuvieron en Il Gato de Puerto Madero puntuales a pesar del horrendo tránsito. Los tres abogados, optimistas, contándome de sus vicisitudes, y proyectos. Con ellos me reía, con ellos era la persona que solía ser, social, inteligente, irónico, dicharachero. Yo no podía más que admirarlos al reparar en los equilibrios que hacen y el empeño que le ponen para sujetarse a una clase media siempre castigada. Cuando llegó la cuenta no me dejaron usar mis billetes con animales.

Pasó la primera semana y la historia se repetía. Fueron días en los cuales deambulé por las casas de mis hermanas y mis padres flotando, comiendo, bebiendo. Así estuve las dos semanas, medio borracho y mal dormido, viviendo a lo parásito y dejándome querer, consciente sólo de que todo era pasajero. A pesar de estar dolorido por los distintos colchones estaba siempre en “mi casa”…más me dolía que se acababa.

El lunes, todavía con jet/alcohol lag volvía a trabajar. Aquí soy una persona silente y de acción. Las palabras no están para juegos: se miden, se usan para juzgar y cuidarse la espalda. Ahora mi casa está aquí. Mudarme a Canadá me hizo entender más a mi esposa y ella es mi casa. Como todo migrante tengo el alma dividida y múltiples personalidades: la canadiense silente, que a lo Almafuerte, necesita palabras y no las usa; la argentina, jocosa que derrocha palabras aunque no las necesite; y finalmente la que sirve para atestiguar que este individuo es tal. Irónicamente la personalidad virtual, que bien podría ser un algoritmo, que nadie sabe si existe, la de las redes, es la que queda.




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