- Apr, 07/2018
Nos vamos haciendo viejos...
El 19 de
abril cumplo cuatro años en Canadá, el 20, cinco meses en mi trabajo de
paralegal (y en inglés, uauh!), el 23 Arriba el Mate cumple un año y medio, y
así podría seguir. En algún momento dado, todas las fechas sólo pasan a ser
estadísticas, y si algún mérito había en recordar los cumpleaños, Facebook se
encargó de quitarnos ese honor y Cambridge Analytica de comercializarlo.
Los
pequeños placeres de la vida que en algún momento consistían simplemente en
vivirla disfrutando cada nueva experiencia, con el tiempo van transformándose
en el placer de recordarlos, para luego unificarse en el único y más ansiado placer:
disfrutar en soledad de los pensamientos, a veces con una lágrima, a veces con
sonrisas.
Todavía nuestro
interior está a salvo de la evolución tecnológica. No es que tenga tantos
secretos, pero allí el único con derecho a juzgar soy yo, afortunadamente, lamentablemente.
Quizás jugar al futbol, squash, tomar unas copas demás con mis amigos y todos
esos placeres para los cuales no tenía el talento, ni el físico necesario para
aguantarlo me producían placer porque me mantenían al margen de mi propio
juicio.
Quedarme
quieto nunca resultó una posición de descanso para mí, y mi forma de
procastinar siempre consistió en hacer cursos, malos negocios y mantener
balanceado mi desequilibrio económico porque el día que estuviera tranquilo
tendría que enfrentar aquellas contradicciones que pendulan en mi interior, y
que me han hecho vivir con la soberbia de los extremos, y con la culpa propia
de la media clase a la cual pertenezco.
Incluso mis
sueños reflejan esa idea inasible. Mis ídolos Thomas Crown y el Máquina Quilmes
me mantuvieron ocupado anoche. Al igual que en la escena donde todos buscan al
magnate ladrón abajo del sombrero en la huida del museo, yo buscaba en todos
los quioscos de revistas de la calle Corrientes a mi amigo, y por más que de
atrás todos los puesteros tenían el mismo pelito amarillo con rulos, cuando se
daban vuelta era otra persona…
Lo cierto
es que no he sabido, ni podido ser Santa Teresa o Donald Trump, tampoco Don
Juan, ni el hombre más fiel y monógamo que se conozca (no puedo poner un nombre
-y esto no es el comic relief de esta historia-, realmente nadie se ha hecho
famoso por eso, o no se tiene conocimiento de su existencia), porque no soy
creyente, ni ateo, y me produce alegría y culpa que mi hija esté en Instagram y
no tenga a quien rezarle a la noche porque yo he tratado de no inculcarle creencias
con las cuales no comulgo, pero que tengo en stand by por cualquier urgencia.
Porque a
mis 48 no me repugna aceptar en silencio insultos ajenos en la vida cotidiana
porque no es nada en comparación al insulto propio existencial. Por eso uno se
va volviendo silente, porque más allá de no tener que aguantar el barullo de
los juicios ajenos, y poder disfrutar de recuerdos y pensamientos, uno se sabe
sin derecho a confrontar. Y sin embargo, así, de apoco voy encontrando la paz
interior.
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