Nos vamos haciendo viejos...

El 19 de abril cumplo cuatro años en Canadá, el 20, cinco meses en mi trabajo de paralegal (y en inglés, uauh!), el 23 Arriba el Mate cumple un año y medio, y así podría seguir. En algún momento dado, todas las fechas sólo pasan a ser estadísticas, y si algún mérito había en recordar los cumpleaños, Facebook se encargó de quitarnos ese honor y Cambridge Analytica de comercializarlo.

Los pequeños placeres de la vida que en algún momento consistían simplemente en vivirla disfrutando cada nueva experiencia, con el tiempo van transformándose en el placer de recordarlos, para luego unificarse en el único y más ansiado placer: disfrutar en soledad de los pensamientos, a veces con una lágrima, a veces con sonrisas.

Todavía nuestro interior está a salvo de la evolución tecnológica. No es que tenga tantos secretos, pero allí el único con derecho a juzgar soy yo, afortunadamente, lamentablemente. Quizás jugar al futbol, squash, tomar unas copas demás con mis amigos y todos esos placeres para los cuales no tenía el talento, ni el físico necesario para aguantarlo me producían placer porque me mantenían al margen de mi propio juicio.

Quedarme quieto nunca resultó una posición de descanso para mí, y mi forma de procastinar siempre consistió en hacer cursos, malos negocios y mantener balanceado mi desequilibrio económico porque el día que estuviera tranquilo tendría que enfrentar aquellas contradicciones que pendulan en mi interior, y que me han hecho vivir con la soberbia de los extremos, y con la culpa propia de la media clase a la cual pertenezco.

Incluso mis sueños reflejan esa idea inasible. Mis ídolos Thomas Crown y el Máquina Quilmes me mantuvieron ocupado anoche. Al igual que en la escena donde todos buscan al magnate ladrón abajo del sombrero en la huida del museo, yo buscaba en todos los quioscos de revistas de la calle Corrientes a mi amigo, y por más que de atrás todos los puesteros tenían el mismo pelito amarillo con rulos, cuando se daban vuelta era otra persona…

Lo cierto es que no he sabido, ni podido ser Santa Teresa o Donald Trump, tampoco Don Juan, ni el hombre más fiel y monógamo que se conozca (no puedo poner un nombre -y esto no es el comic relief de esta historia-, realmente nadie se ha hecho famoso por eso, o no se tiene conocimiento de su existencia), porque no soy creyente, ni ateo, y me produce alegría y culpa que mi hija esté en Instagram y no tenga a quien rezarle a la noche porque yo he tratado de no inculcarle creencias con las cuales no comulgo, pero que tengo en stand by por cualquier urgencia.

Porque a mis 48 no me repugna aceptar en silencio insultos ajenos en la vida cotidiana porque no es nada en comparación al insulto propio existencial. Por eso uno se va volviendo silente, porque más allá de no tener que aguantar el barullo de los juicios ajenos, y poder disfrutar de recuerdos y pensamientos, uno se sabe sin derecho a confrontar. Y sin embargo, así, de apoco voy encontrando la paz interior.

Pues si bien mis principios siempre me agarraron a mitad de camino, siempre estuve más inclinado a tararear la canción del Comandante Che Guevara o Pilchas Gauchas que los acordes del capitalismo. Será como siempre he sido, uno poco soberbio, pero esta paz no implica que una vez seguro y ordenado, voy a salir a hacer justicia o a vengarme. Tampoco voy a salir a esquiar o a pescarme un resfrío. De seguro, me gustaría pasar más tiempo alrededor de una fogata a la intemperie que en la calle Robson. 

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