Creyente
  • Mar, 07/2020
Luz

Últimamente he empezado a creer en los días de sol, porque de vez en cuando mágicamente aparecen por Vancouver, lo único que espero es que no venga a alguien a explicármelo.

Luego de la pausa mental obligada de los días hábiles, la mañana del sábado religiosamente se me va tratando de decidir en qué creer. Siempre fui creyente, aunque todavía no sé bien en qué creer.

A los trece años, cuando ya la realidad era suficientemente cruel como para empezar a aspirar compensaciones metafísicas, entré a un colegio secundario católico ubicado a mitad de camino entre la tierra y el cielo, y cuyas autoridades manejaban dinero y verdad como dueños naturales. Como saldo me quedaron algunas palabras en latín, una canción en francés, algo de cálculo y mucho de especulación, y desde ya, la certeza de que, si existe la Iglesia Católica, Dios no existe.

En la justicia más palpable, en manos de los hombres, aquí y ahora, comencé a descreer en Introducción al Derecho, pero más por cabeza dura que por crédulo, continué la carrera para buscar la regla, o al menos encontrar la excepción para inducirla, que me permita comprobar que la práctica del derecho centraría el fiel de la balanza entre el bien y el mal.

Echando mano a los retazos de conocimiento del colegio, calculé que, si menos por menos daba positivo, quizás la justicia divina compensaría tantos años de educación, pero antes de embarcarme en un máster para descreer en ella, y habiendo ya dejado mis pelos en el camino de tanto aprendizaje, aventuré que nada en lo que pueda creer seriamente, puede derivar de alguien que me lo explique.

¿En el dinero quizás, siendo que hay tanta gente que está dispuesta a sacrificar su vida por él? Particularmente preferiría creer en algo más retributivo o al menos que me permita mirarme al espejo. Pero he visto tantos pobres infelices que culpan a la mala suerte de su situación, y a tantos ricos que no se pueden privar a la tentación de dar consejos de vida porque alcanzaron “el más allá”, aún más infelices, que para ser un dios, decepciona.

Quizá haya tantos intelectuales que crean en la ciencia porque saben que tarde o temprano el error llega para verificar que nuestra construcción no es más que un castillo de naipes. Pero lo único que ha podido comprobar la ciencia, es que el método es sólo un discurso cartesiano. Y sin embargo aventaja a todas las demás creencias, porque todas las religiones se afanan en tratar de explicar científicamente, con causa y efecto, la existencia de su dios, con explicaciones tan mundanas, vulgares y limitadas como la mente de quien las explica.

últimamente he empezado a creer en los días de sol, porque de vez en cuando mágicamente aparecen por Vancouver, lo único que espero es que no venga a alguien a explicármelo.

Sabiendo perfectamente en qué no creer, y sin importarme demasiado en qué creer, con el entusiasmo intacto, y siempre presintiendo que hay algo que vincula energías, espíritus, planetas, orden o desorden, algo que se vincula con el pulso que anima mi cuerpo hago camino tratando de perseguir lo que me hace feliz, todavía está la música, el arte, los amigos.



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